sábado, 29 de noviembre de 2014

Medio otoño y un invierno con Dulcinea 1- Salimos del hospital

Medio otoño y un invierno con Dulcinea

1-  Salimos del hospital 
                                      
Añoro mi casa, mi playa y hasta mi precario trabajo, del que prescindí para venir a cuidar a mi abuela, aquí, en la tierra de mis antepasados; al norte, donde el frio llega antes y el sol sale menos, donde el mar es más bravo y en vez de azul tiene color verde-gris y las olas remontan los diques en los días de tormenta. Me encanta esta tierra pero me entristece. Me he vuelto mediterránea.
Estoy harta de olor a hospital y gente enferma. La operación fue un éxito, dijeron los médicos -pero de eso hace más de diez semanas-, lo que nadie nos dijo es que la recuperación iba a ser tan lenta. Mi abuela, Marítxu, “Marítxu Sendagorta Gorbea, para servir a Dios y a usted” -como se presenta ella cada vez que alguien le pregunta su nombre-. Es una mujer alegre y cantarina, hasta en los días en los que el dolor de la operación le hacía fruncir el ceño sujetando un lamento que no llegaba a salir de sus labios, ha revolucionado a toda la planta de traumatología, conoce a todo el mundo, da ánimos y consejos y hace corrillos con otras abuelas y abuelos en los que cuentan chistes verdes y se parten de risa agarrados a sus andadores, sillas y muletas. Todos van vestidos con el uniforme hospitalario que tan bien les sienta, sobre todo cuando no se ponen la bata sobre el camisón y van, caminando por el pasillo del hospital enseñando medio culo.
A mi abuela y a mí nos causa una gran satisfacción salir del hospital, aunque también nos da pena por la buena gente que dejamos atrás. Hemos pasado momentos inolvidables –tanto buenos, como malos- y muchos de los viejecitos se van a quedar un poco más solos cuando nos vayamos, a algunos no les viene a ver nadie, a otros solo les llaman por teléfono de vez en cuando y, a los menos, les llenan la habitación de nietos los sábados por la tarde. Aunque parezca mentira nos cuesta salir del hospital porque no podemos dejar de despedirnos de nadie; uno por uno, nos dan besos y abrazos los enfermos, los sanitarios, los médicos, las señoras de la limpieza y hasta los familiares de los ingresados. Cuando llegamos a la puerta de salida el gran Txomin –un armario de dos por dos, todo músculo y sonrisa-, nos dice que, como jefe de seguridad, no nos puede dejar salir porque nos llevamos la alegría del hospital. Maritxu y yo nos miramos aterradas hasta que nos damos cuenta de la broma. Txomin nos da un gran abrazo de oso y nos despide con lágrimas en los ojos. Desde las ventanas del primer piso, muchas manos nos dicen adiós. Las vemos borrosas entre las lágrimas que se nos escapan en el momento justo de subir al taxi, que nos va a llevar al piso de mi abuela y de ahí al aeropuerto. Por fin de vuelta a mi casa y a mi playa de la que tanto le he hablado a mi abuela. La miro de reojo y veo como  le brillan los ojos mientras observa el mundo que existe detrás de las ventanillas del taxi. Lleva las manos enlazadas sobre el regazo, como si rezara; las venas azules le sobresalen de la blanca piel, hinchadas, casi a punto de reventar entre la maraña de arrugas que forman sus manos en las que brillan las uñas pintadas de rosa nacarado. Ese que tanto le gusta. Tiene el pelo rizado y rubio claro, porque ahora le ha dado por decir que no quiere llevar el pelo blanco porque parece una vieja, (a sus casi ochenta años se siente muy joven), a pesar de que le he dicho una y mil veces que tiene un pelo blanco precioso que podría lucir con orgullo. Pero no quiere, y dos días antes de salir del hospital, me hizo ir a buscar a la hija de una vecina, que es peluquera, para que le tiñera el pelo de rubio dorado. Ella así se ve bien y no hay nadie en el mundo que sea capaz de hacerle cambiar de opinión.



P.D. Dedicado a todos los que han tenido que cuidar a un mayor y dejar otras cosas por ello. Todos los derechos reservados. Gracias por leerme. Amaya Puente de Muñozguren

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