viernes, 29 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 69 –Un golpe de calor en la cocina

La playa de Dulcinea
69 –Un golpe de calor en la cocina

Después de un día en el que bajaron un poco las temperaturas, estamos empezando otro que parece que va a ser el de la antesala del infierno; ya a primera hora hace un calor sofocante y el agua, en vez de refrescar, parece que se pega a la piel dando más calor. La mayoría de los que estamos en la playa llevamos a remojo más de una hora y no nos sirve de mucho. Marieta ha montado una especie de artilugio por el que sale agua pulverizada y tiene a los niños en la sombra y frescos, se empeña en que beban, por lo menos un vaso de agua en el tiempo que están con ella, aunque, si puede, intenta que sean dos. Le da miedo que los pequeños se deshidraten al igual que los más mayores, los viejecitos del lugar, a los que ella se empeña en obligarles a beber agua. Hace demasiado calor para no hacerlo, pero ellos no se dan cuenta.
Marieta ha acondicionado una zona en la sombra, a la que ha quitado las piedras y un par de malas hierbas, en la que ayuda a poner las sillas de las personas más mayores del barrio, siempre son los mismos. Ya se ha hecho amiga de todos y les insiste en que beban agua, algunos le hacen caso, otros no.
Paul y Too-lo siguen sin hablarse, de hecho Paul ha llegado mucho antes que su amigo y se ha puesto a fabricar collares en un rincón, mirando a la playa, dando la espalda al chiringuito y a las escaleras por las que sabe que baja Too-lo cada día. Hoy ha llegado con un casco adornado por dos arcoíris, uno a cada lado, se lo ha enseñado a todo el mundo, presumiendo de lo bien que han quedado “los cascos”, alusión a la que Paul no responde. Sigue con sus collares y, más tarde, ayuda a bajar las cestas de la compra que la cocinera ha traído  en un taxi. La mujer llega sofocada y nerviosa; va hablando sola de lo caro que está todo y de la poca calidad de la mercancía que ha conseguido. En sus tiempos no pasaban estas cosas, la comida siempre era buena, ahora no. Paul le abre las ventanas y las persianas de la cocina para que se airee del olor de lejía que aún se nota de la noche anterior, luego se pone con ella a pelar patatas, limpiar pescados y lavar verduras. No quiere estar fuera del local por no ver a Too-lo, la cocinera intenta convencerle de que es buen chico y de que las manías que tiene no son malas hoy en día, pero Paul no quiere oír hablar nada de él. Algo le ha dicho, o le ha hecho, tan grave, que ya no le cuenta como su amigo. De hecho hoy ha vuelto a dormir en la cueva, pero solo lo sabe la cocinera, que va a intentar buscarle una habitación para alquilar que no esté muy lejos y que no sea muy cara. Cuando Lisa se entera va a hablar con Marieta porque sabe que la señora a la que cuida, anda mal de dinero y tiene dos habitaciones, en una duermen Marieta y la señora y la otra está vacía. Quizás, de momento, podría ser una solución buena para todos.
 Marieta promete hablar con la señora esta misma noche y le deja a Paul dos toallas, que alguien olvidó hace unos días, en el fondo de la cueva, en la que aún está su colchoneta rosa, para que pueda dormir un poco más cómodo.
La suegra de Lisa suda a chorros en la cocina, está de mal humor y nada de lo que le hacen está bien: las patatas están cortadas o muy grandes o muy pequeñas, la lechuga no está lo tersa que ella quisiera, la carne huele mal y los pescados tienen los ojos que o le gustan. Hoy lleva un mal día.
Too-lo le pasa las comandas de las primeras mesas y los hijos de Lisa desaparecen para ir a buscar el pan, será porque ha venido la hija de los panaderos a pasar el mes con ellos y les ayuda en el negocio, despachando. Los dos hermanos beben los vientos por ella pero se imaginan que ninguno de los dos va a tener oportunidades de hacerse su novio; ella les sonríe y trata con especial cariño, como el que se dispensa a las personas que has visto crecer desde niños, compartiendo juegos y travesuras.

Un golpe seco y un grito, más bien un alarido, resuena en toda la playa paralizando a todo el mundo. Paul deja un helado a medio entregar y sale disparado hacia la cocina en la que está tendida en el suelo y con media sartén llena de aceite por encima, la suegra de Lisa; una esquina de su delantal empieza a quemarse. Paul le pone los trapos que ha encontrado por encima y la coloca bajo el porche, a la sombra, pide a gritos que le traigan agua con zumo de limón y un poco de bicarbonato y azúcar. Lisa se ha quedado paralizada y solo agarra la mano de su suegra y repite mil veces “mamá”. La mujer, más blanca que la cera parece que recobra el conocimiento justo en el momento en el que llega, junto a ella, el médico del barrio.

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