La playa de
Dulcinea
48 –Un lugar
para llorar´
Acaba de
aparecer el sol en el horizonte y el semáforo, como siempre, está en rojo para
los peatones; Me entretengo en mirar a un hombre que está bajando del coche un
cochecito de bebé, una bolsa, una nevera portátil y a dos niñas, una que debe
tener poco menos de un año y la otra debe estar a punto de empezar el colegio.
Está solo, es raro ver a un hombre con niños tan pronto en la playa, sobre todo
porque el ascensor aún no está en marcha y no sé de qué manera va a poder
bajarlo todo sin dejar en algún momento, descuidadas a las niñas. Son muy
distintas, una tiene el pelo rizado y oscuro, como su padre y la otra, la más
mayor, tiene una preciosa melena rubia. De lejos nadie diría que son hermanas,
hasta que vemos sus preciosos ojos
verdes, iguales en todo, hasta en el
brillo y las pestañas que los adornan. La pequeña llora inquieta intentando
arrancarse el pañal mientras la hermana le acaricia la cara y sujeta el
cochecito, tal y como le ha dicho su padre; él es un hombre que ha debido pasar
de los treinta años hace muy poco, tiene el pelo rizado y oscuro pero en las
sienes ya luce canas tempranas; lleva una bermuda roja y una camiseta gris claro
de cuello en pico. Al cuello lleva colgada una cadena de oro que, cuando se
inclina, deja colgando un anillo de oro, un anillo sencillo, tan solo un aro que
no es muy grande. El semáforo, tras pasar como un loco un autobús articulado, se ha puesto en verde.
Llego al
mirador y oigo a mi espalda que el
hombre me pide ayuda, quiere que de la mano a la niña mientras el baja, por las
escaleras el cochecito con la pequeña que llora desesperada tirando con rabia
del paquete que lleva puesto. Me ofrezco a bajar a las dos niñas mientras él se
encarga de todo lo demás, respira aliviado y me da las gracias. Al coger en
brazos a la pequeñita, noto que lleva el paquete encharcado y que huele muy
mal, seguramente también ha hecho caca. La mayor me da la mano confiada y sonríe
cuando dice que se llama Sol, como su mamá, bajamos despacio las escaleras
hasta la arena, tumbo a la pequeña en mi toalla y le quito el paquete. En ese
momento nos llega un olor espantoso que nos hace torcer la cara. Sol dice que
su hermana es un poco cochina y que no sabe hacer las cosas en el wáter porque
es muy pequeñaja. Aún no tiene un año. El padre, menos mal, me acerca un
paquete de toallitas y un paquete limpio mientras se disculpa. Tiene los ojos
brillantes y profundas ojeras.
Sol se acerca
con el bañador en la mano, le ayudo a ponérselo mientras su padre coloca la
sombrilla y la sillita de la pequeña a su sombra. El sol ya se levanta del
horizonte y Lisa empieza a abrir el chiringuito. Sol y yo paseamos hasta la cueva
en la que solo está la colchoneta rosa de Paul -quizás también él se ha ido de
vacaciones- mientras Jorge le da el biberón a su hija. Se ha presentado cuando
hemos pasado a su lado.
Poco después
se meten los tres en el agua, el padre
llevando en brazos a las dos pequeñas, que ríen y chillan al contacto
con el agua que hoy está más cristalina que nunca. Les veo desde lejos mientras
me sumerjo en las aguas. Hay algo de tristeza en esa estampa pero no sé qué es.
Mientras me
dejo mecer por las olas veo como bajan por las escaleras, de seis en seis, los
bañistas; van cargados con colchonetas, flotadores y sillas. No está la
economía como para alquilar hamacas para todos.
Estoy tumbada
al sol haciendo mi primer crucigrama de la mañana, cuando se acerca Sol,
comiendo un bocadillo y llevando un batido de chocolate en la otra mano, se
sienta en mi toalla, a mi lado, y me dice, abriendo mucho los ojos, ¿sabes que
mi mamá está en el cielo? Se fue hace cinco días –y me enseña su manita con
todos los dedos extendidos, después de
dejar el batido en la arena- ¿Tú sabes cuándo va a volver?
Dedicado a
todos los que han perdido a alguien que querían de verdad. Gracias por leerme.
Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha
gustado, compartirlo con la familia y amigos. Gracias.
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