lunes, 4 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 42 – una visita sorpresa

La playa de Dulcinea
42 – una visita sorpresa

Siempre que voy a la playa encuentro el semáforo en rojo, debe ser para que pueda ver pasar al loco de la línea tres llevando el autobús como si fuera una bicicleta de carreras; algún día habrá una desgracia en esta curva, de hecho el autobús que acaba de pasar, en dirección a la ciudad, ha dado un frenazo porque no ha visto que un taxista está parado frente al ascensor de la playa, bajando pasajeros que llevan sillas de ruedas y sillitas de bebés. Tanta rueda me confunde aunque hay algo de familiar en ello que no sé reconocer. Una mujer de larga melena coloca la sillita de bebé mientras en la silla de ruedas, que está junto a la puerta delantera del taxi, un hombre joven hace esfuerzos por cambiarse de asiento. Junto a la puerta del ascensor hay dos mamás con los carritos de sus bebés, esperando que cierren la puerta que da a la playa.
 Hoy se me ha hecho un poco tarde pero con este calor no perdono el baño de cada día, aunque esté llena la playa. Que lo está. Como no me voy a quedar mucho, solo el tiempo suficiente para darme un baño, le pido a Lisa que me deje una silla para colocar mis pocas pertenencias: un vestido, la bolsa de mimbre con  el móvil, las llaves de casa, un monedero con escasas monedas y las chanclas de goma que dejo en la orilla cuando entro en el mar dando saltos como una niña en el patio del colegio.  El agua está fresca pero no me refresca, casi todas las toallas están vacías porque estamos a remojo o en el bar. Cuando el agua me llega a la cintura me encuentro con tres jóvenes que están haciéndose fotos bajo el agua con una cámara especial; salen con los ojos enrojecidos y muertos de risa por las caras y las poses que han puesto. Solo les queda recuperar la respiración para volverlo a intentar una vez más. No me he quitado la gorra blanca ni las gafas de sol, por no volver atrás para dejarlas en la silla me pongo a nadar con ellas puestas. Los chicos ríen a mí alrededor y dan saltos para inmortalizarse en un vídeo en el que, sin duda, he salido en un par de ocasiones. Justo hoy que voy sin depilar.
Después de unos minutos a remojo parece que ya me encuentro mejor. Desde el agua veo como baja la familia que se apeaba del taxi cuando llegué, van por la pasarela de madera en dirección al chiringuito de Lisa. La mujer, alta y delgada, lleva el coche gemelar mientras el hombre impulsa su silla de ruedas a motor, empujando el mando que hace que se mueva sin tener que intervenir la fuerza de sus brazos que tiene vendados. Ya están junto a una mesa en el chiringuito; Lisa les saluda y abraza, luego mira la sillita de los bebés y se sienta junto a ellos mientras charlan animádamente. Miran hacia el mar y las dos mujeres hacen señas para que salga, miro hacia atrás y no hay nadie detrás de mí. Parece que me llaman, ¿a mí? No puede ser. Oigo mi nombre en dos voces distintas, la de Lisa que me llama María y la de la otra mujer que me llama Dulcinea. Se ha quitado el sombrero y, en este momento, la reconozco. ¡Es María del Fin! Se acerca a la orilla mientras voy nadando, lo más rápidamente que puedo, hacia ella. Le doy dos besos con cuidado de no mojarla y ella me abraza con toda la fuerza de sus brazos, luego me arrastra hacia el chiringuito y, atropelladamente, me presenta a su marido y a sus dos hijas recién nacidas, son iguales y preciosas, duermen apaciblemente, una se chupa el dedo y la otra sonríe en sueños. Parecen muñecas. Cuando, por fin, Lisa y yo podemos dejar de mirarlas y tocar sus manitas, nos presenta a Nicolás, su marido, el desaparecido. Todos creemos conocernos por lo mucho que hemos oído hablar a María del Fin, pero nos sorprendemos mirando con interés sus rasgos o él, nuestro color de ojos. “Antes de conoceros ya conocía vuestros ojos”,- nos dice Nicolás, teniendo nuestras manos entre las suyas- “Hemos venido a daros las gracias y a presentaros a vuestras ahijadas”.
Cuando Too-lo nos trae unas cervezas nos encuentra sonriendo bobaliconamente mientras miramos a las pequeñitas que ya se han despertado.


Dedicado a todos los que alguna vez se han sentido cautivados por la sonrisa o los ojos de un desconocido. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os gusta, compartirlo con los amigos o la familia.

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