viernes, 1 de agosto de 2014

La playa de Dulcinea 40 – El metre del Gran Hotel

La playa de Dulcinea
40 – El metre del Gran Hotel

La playa está rara. Hay mucha gente nueva; tienen la piel blanca y el bañador recién estrenado, no parecen saber en dónde están y dan vueltas por la playa, escudriñándola, observando la cueva, subiendo y bajando en el ascensor de puertas transparentes, paseando por el mirador y recorriendo todas las escaleras que dan a la playa, algunos hasta se arriesgan a ir por las que dan a las rocas y que llevan hasta una zona plana en la que hay unas escaleras metálicas para acceder al mar y un tejado que protege del sol y hace de mirador para los dueños de los bloques de apartamentos que hay encima. Al final todos terminan en el chiringuito bebiendo algo fresco. A media mañana ya están colorados por el sol y con las camisetas puestas, soñando con comer y con irse a echar la siesta al fresco.
Las labores de la casa hoy me han retrasado y echo de menos ese primer baño de la mañana, cuando rompo el cristal del agua con los pies y me acaricia con su frescor. Cuando en el mar hay más personas que en la arena ya no es lo mismo; hay que nadar con el radar puesto para no dar manotazos a diestro y siniestro, hasta los chicos de las pelotas estén jugando a las palas con el agua al cuello porque no quedan diez centímetros de playa vacíos para ellos.
Una figura curiosa ha llegado a la playa, va vestido con traje negro, camisa blanca y delantal negro que le llega hasta los tobillos. Saluda a Lisa y coge una silla que pone cerca de la orilla, se desviste con prisas y entra en el mar de cuatro saltos, sonriendo, feliz como un niño. Le miro desde el agua como miran las vacas en el prado el paso del tren. Da dos brazadas a mi lado y sigue sonriendo, en un momento ha llegado hasta las boyas que acaban de poner y separan la zona de baños de la de fondeo de las embarcaciones que cada vez se acercan en más número.
Se queda un rato agarrado a las boyas, boca arriba, disfrutando del mar y del sol; no debe ser la primera vez que hace esto ya que conoce a Lisa y la ha tratado con mucha familiaridad –le ha dado dos besos al verla y ha estrechado las manos de los camareros-,  pero sí es la primera vez que coincidimos. Parece que hay una franja horaria en la playa que no controlo; pensar en eso me hace sonreír. Por algún motivo he recordado al ejecutivo que solía venir a mediodía. Hace días que no le veo. Será que está de vacaciones; como casi todo el mundo menos yo.
A lo lejos vienen, a toda máquina, dos motos acuáticas que parecen hacer carreras, se cruzan y vuelven a cruzar haciéndose olas que les hacen saltar y reír. Llegan a las boyas, atan las motos y se lanzan al mar, retándose; el último que llegue al chiringuito paga la ronda. Vuelvo a la playa nadando sobre las olas que han creado los dos chicos con sus carreras, me entra agua en los ojos, me escuece. En la ducha me encuentro con el hombre del traje negro, se ducha a conciencia; está bronceado y su cabeza rapada brilla con el agua y el sol, luego se sienta en la silla un rato para secarse, se viste despacio, estira bien el traje y, con los zapatos en la mano, va por la orilla hasta las escaleras que le llevan hacia el gran Hotel en el que trabaja. Se terminó la hora de descanso. Me han gustado sus preciosos ojos de largas pestañas negras, no me importaría coincidir más veces con él y saber algo más de su vida. Le voy a preguntar a Lisa.


Dedicado a todos los que han sentido, alguna vez, curiosidad por saber algo más de una persona desconocida. Gracias por leerme. Un saludo. Amaya Puente de Muñozguren. Todos los derechos reservados. Si os ha gustado, compartirlo con los amigos y con la familia.  

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